EL BODEGÓN Y EL PAISAJE EN LA PINTURA de SANTIAGO ÉSTEVEZ
Apenas tres años y medio separan la anterior exposición de Santiago Estévez de la que ahora nos presenta –ambas con el patrocinio de la Diputación de Valladolid–, pero este lapso de tiempo incluye meses decisivos en nuestras vidas. Mientras para algunos la situación vivida ha podido llevarnos al desánimo y a la apatía, para el pintor ha sido una época de fecunda creatividad. El artista que se nos presenta ahora –también a través de su autorretrato– ha llenado ese tiempo de zozobra volcándose en lo que, como él mismo ha manifestado, es la razón de su vida: la pintura y el grabado, respaldados y sustentados por el fundamento único del arte plástico: el dibujo.
Fruto en buena parte de este periodo de actividad es la actual exposición, en la que junto a obras anteriores –clásicos se podría decir en su producción– se nos presentan otras que dan fe de una continuada evolución en su lenguaje personal. Evolución que, a mi juicio, se manifiesta especialmente en una valoración cada vez mayor de los efectos lumínicos, evocadores del tenebrismo barroco que tanto le interesa.
El título que la ha dado, El bodegón y el paisaje, no revela la variedad de conceptos y matices que se esconde dentro de ambos géneros, constantes en su obra. La importancia concedida al bodegón, a la pintura de inte-riores, ha ido creciendo en la trayectoria de Estévez, pero sus naturalezas muertas, esas ordenadas alacenas llenas de objetos entrañables, van desde la muestra gozosa y colorista de materiales y texturas hasta composi-ciones con un sentido muy próximo a la «vanitas» barroca, en las que relojes, espejos, libros viejos y cortinas deshilachadas por el tiempo –ese «Expolio» casi metafísico– aluden claramente al deterioro de las cosas que poseemos y, en definitiva, a la fugacidad de la vida. Ese mismo sentido tienen los interiores abandonados penetrados por rayos de luz, aunque en alguno se vislumbre un luminoso campo de amapolas.
Dentro del paisaje, cabe la presentación más genuina de los campos castellanos, en la órbita de la mejor escuela local y regional –los modestos y deliciosos «Cuatro almendros» perdidos en una inacabable llanura de amarillo, que parecen conectar con la pintura de Manuel Mucientes– hasta los paisajes urbanos que, en grabados y óleos, evocan edificios y rincones de nuestra ciudad. Pocas imágenes pueden representar mejor ese tiempo cercano que ahora tratamos de olvidar como ese solitario velador del café-bar Pigiama, a la espera de un hipotético cliente.
Ambas temáticas están tratadas por el pintor con una síntesis de realismo y lirismo. En esta exposición, Estévez hace una suerte de resumen de su producción anterior, lo que, sin embargo, de ningún modo supone un final sino un paso más en su evolución artística. Esperamos nuevas muestras de su creatividad.
M.ª ANTONIA FERNÁNDEZ DEL HOYO
Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción